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Doña Hilaria
Nunca es poco lo que se da, cuando se da todo lo que uno tiene.
Este es un pequeño reconocimiento para una gran persona de mi tierra, que dio alegría y felicidad a los demás y con ello razón a su vida. La virtud de servir es la que distingue a los grandes de todos los tiempos, la razón por la que serán recordados.
Doña Hilaria era originaria del rancho de La Sidra, una pequeña comunidad de la sierra sinaloense, donde aprendió de su tía Lupe a cocinar extraordinariamente y el complicado oficio de partera. Oficio que sería muy importante en su vida.
Un 24 de mayo en la fiesta anual de Bacallopa conoció y se enamoró de Esteban Ruiz, un fornido arriero de Camino Real que con un atajo (grupo de mulas) fletaba precipitado (oro sucio) de Batopilas a Choix. Y se casaron por lo civil, en una sencilla ceremonia celebrada en La Sidra, ante un representante del Presidente Municipal de Choix, los servicios espirituales en aquellos tiempos no eran posibles. Pero ello no le impidió ser profundamente católica durante toda su vida y ser fiel con toda devoción por encima de todos los santos a la Virgen de Guadalupe.
Durante los primeros meses de matrimonio viajaba al lado de Esteban arriando el atajo, pero esta vida no era lo que ella había soñado, su gran ilusión era tener muchos hijos y formar una gran familia. Así que después de algún tiempo, el matrimonio compró en breña (tierras amontonadas) unas tierras a orillas del río Santa Rosa, que con los años y bastante trabajo, dedicación y constancia convertirían en el rancho de La Tira Larga. Esteban labraba la tierra, cuidaba las vacas, cortaba la leña, cercaba el maíz, desyerbaba el frijol; ella cuidaba los niños, hacía la comida, lavaba la ropa, limpiaba la casa, una vida normal para cualquier señora de estas tierras, pero ella además muy seguido asistía a los ranchos vecinos para atender algún parto. Era en aquellos años la única partera en muchos kilómetros a la redonda; desde los Táscates hasta Tenoriba no había otra.
Así vivieron por más de 25 años hasta que un mal día, un extraño dolor de estómago llevó a Esteban a la cama y a pesar de todos los esfuerzos, murió; nunca se supo de qué y por qué fue, posiblemente de alguna enfermedad curable en cualquier lugar civilizado, pero no en La Tira Larga. Para consultar al doctor más cercano en aquellos años había que viajar durante tres o cuatro días a través de montañas y ríos cargando un enfermo era el doble de tiempo; un doctor en La Tira Larga era demasiado lujo.
Cuando Esteban murió dejó a doña Hilaria una fortuna digna de tomar en cuenta en aquella apartada región: 25 vacas, una yunta de bueyes, 2 bestias de silla, 5 ó 6 burros aperados (equipados), una gran partida de chivas, la casa y las tierras de cultivo de La Tira Larga donde se podía sembrar dos o tres fanegas de maíz.
Doña Hilaria tuvo cinco hijos: cuatro hombres y una mujer, los dos primeros murieron de extrañas e incurables enfermedades al menos en su tierra; su hija se casó con una ranchero conocido e hizo su vida aparte, los hijos menores, ya jóvenes se fueron a trabajar lejos de esta sierra. Uno decían, se fue de brasero y no regresó, el otro aseguraban era soldado en el sur del país, nunca nadie lo volvió a ver. De pronto Doña Hilaria se quedó sola.
Pero la soledad siempre es, ha sido y será, para el que la deja llegar. Doña Hilaria tenía un corazón de esos que la soledad no visita, no estaba dispuesta a quedarse sola; tomó una decisión definitiva en su vida, con beneficios para mucha gente.
Desprenderse de todas sus pertenencias era el primer paso, servir incondicionalmente a los demás era el segundo, dar razón a su vida era su intención. “La vida tiene valor sólo cuando hacemos que valga la pena vivirla”, se le escuchó decir esta frase cientos de veces. Lo primero que hizo fue una gran fiesta. La fiesta más grande que se haya llevado a cabo en la sierra. Esperó que llegara noviembre para que todos pudieran asistir. (En mi tierra, noviembre es el mes de las fiestas porque terminan las labores del campo). Preparó comida para varios días, invitó a toda la región, contrató los mejores músicos y pascoleros de la sierra, con el compromiso de que tocaran y bailaran hasta que se acabara el último centavo de su capital. Y así fue; el dinero le alcanzó para 14 días con sus 14 noches.
En esta memorable fiesta dijo a todos los presentes, que había decidido dedicar el resto de sus días a atender partos por toda la sierra, donde éstos se presentaran y agregó: “La llegada de cada niño a la tierra es la confirmación, que Dios todavía le tiene fe a los hombres, contribuir a la voluntad del señor es tocar los umbrales del cielo”.
“La llegada de cada niño es la culminación de una obra maestra de la naturaleza: ayudarla es la realización plena”.
Nunca es poco lo que se da, cuando se da todo lo que uno tiene, doña Hilaria lo dio todo y todo lo que dio, lo dio de todo corazón.
Doña Hilaria ayudó incondicionalmente durante más de 40 años, encontrando de paso una razón de vivir. No le importó soportar hambres, fríos, fatigas, todo por el cariño, respeto y gratitud de la gente y el placer de sentirse partícipe en la llegada de un nuevo ser. Porque en todos vio una esperanza.
Muchas veces tenía ella que buscar la comida y medicinas para la madre y el recién nacido. Utilizando su buen nombre y bien ganado prestigio. Otras veces realizaba largos e incómodos viajes a caballo, en burro o a pie, para estar presente cuando se hiciera necesario. Su lugar de residencia era donde la necesitaran. Permanecía en casa de cada una de las viejas o nuevas madres hasta que era otra vez solicitada.
“Quien tiene un porqué vivir, puede soportar cualquier cómo”.
Los que la recuerdan dicen era delgada y alta, vestía siempre de negro, llevó este luto en memoria a sus seres más queridos. Vivió cerca de ochenta años. Una vida bien cumplida es siempre una vida larga. Nunca nadie supo dónde murió; creo que ni en eso quiso molestar.
Durante su último año de vida siendo una anciana, un 31 de marzo e 1957; fue solicitada para atender en el lejano rancho de Zurrapa a una joven primeriza de escasos 16 años de edad, que un día después daría a luz a quien esta historia escribe.
Relatos de tierra Perdida
Arnoldo de la Rocha y Navarrete